martes, 15 de septiembre de 2009

Del buen suceso que el valeroso don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, y el vizcaíno





CAPÍTULO 8

En eso vieron a unos treinta o cuarenta molinos de viento. Al verlos, dijo:
―Nuestra fortuna nos pone a estos gigantes para combatir, amigo Sancho. Les quitaré a todos la vida y haré un gran botín.
Fíjese señor que aquellos no son gigantes ―le dijo Sancho― sino molinos de viento y lo que parecen brazos son sus aspas.
―Se nota que no sabes nada de caballería ―respondió ―, ellos son gigantes. Más bien, si lo que tienes es miedo, quédate a rezar aquí mientras yo me enfrento a ellos.
Y picó a su caballo y sin oír a sancho ni fijarse que iba hacia unos molinos, arremetió en dirección a ellos.
―No huyan ―gritó ― que es uno solo quien se enfrentará a todos.
En ese instante se levantó algo de viento y las aspas empezaron a moverse.
―Aunque muevas más brazos que los del gigante Briareo, me las pagarás ―dijo .
Y se encomendó a Dulcinea y embistió con toda su fuerza al molino que tenía más cerca y le atravezó el aspa, la cual, al moverse, le quebró la lanza y arrojó a caballo y caballero que fue rodando muy maltrecho por el campo.
―¿No le dije yo que eran molinos? ―dijo Sancho que había ido en su auxilio.
―Calla, Sancho, que el sabio Frestón, no contento con haberme quitado mis libros, me ha arrebatado esta victoria transformando a esos gigantes en molinos.
Sancho ayudó a a subirse sobre Rocinante y tomaron el camino de Puerto Lápice. Mientras andaban, le contó a Sancho sobre un caballero que, a falta de lanza, usó una rama de árbol para vencer a sus enemigos y que él estaba dispuesto a hacer otro tanto pues había perdido su lanza en la lucha contra los gigantes.
―Yo le creo todo, señor ―le dijo Sancho― pero acómodese o se caerá del caballo pues está malherido por la caída.
―No te preocupes de eso, Sancho, que un caballero nunca se queja de algún dolor así tenga una herida abierta por donde le salgan las tripas.
―Por fortuna no soy caballero ―respondió Sancho― que no puedo evitar quejarme del más pequeño dolor que tenga.
A le causó risa la simplicidad de su escudero que en ese momento le decía que ya era hora de comer y sacó sus provisiones de sus alforjas y fue comiendo sentado en su asno con el permiso de que no probó bocado. Aquella noche la pasaron bajo unos árboles, de uno de ellos sacó una rama y colocó en ella la punta de su lanza rota. Sancho durmió profundamente, mientras se la pasó velando, pensando en su señora Dulcinea, imitando a los de sus libros que se desvelaban por sus damas.
Al día siguiente continuaron el camino a Puerto Lápice.
―Hermano Sancho ―dijo ― podemos encontrar muchas aventuras en nuestro camino, pero te advierto que si me ves luchando contra otro caballero, aunque corra el peor peligro del mundo, no se te ocurra socorrerme porque ninguna ley de caballería permite esa intromisión.
―Así lo haré ―respondió Sancho―, que yo soy pacifico y enemigo de meterme en pendencias.
En eso divisaron por el camino a dos frailes que iban sobre sus mulas y detrás de ellos, aunque no venían juntos, un carruaje custodiado por cinco hombres a caballo y dos mozos de a pie.
―O me engaño ―dijo a Sancho― o ahí van dos encantadores que llevan secuestrada a alguna princesa en ese coche. Así que es necesario deshacer esa injusticia con toda mi fuerza.
―Mire bien lo que hace, señor ―dijo Sancho― que ahí solo van dos frailes y en el carruaje deben ir algunos viajeros. No le vaya a pasar como con los molinos.
―Ya te he dicho, Sancho, que tu no sabes nada de caballerías. Quédate aquí y verás que no me equivoco.
Y se puso en la mitad del camino y acusó a los frailes de ser encantadores que llevaban una princesa secuestrada. No quiso escuchar las razones de los frailes, sino que atacó a uno de ellos mientras el otro escapaba muy temeroso. Sancho Panza, viendo en el suelo al fraile, se arrojó sobre él para quitarle sus pertenencias, creyendo estar en su justo derecho pues su amo lo había derrotado. En eso llegaron dos mozos de los frailes que tomaron las razones de Sancho como burlas y le dieron de patadas hasta dejarlo sin sentido.
, que se había acercado al carruaje, se dirigió a la señora del coche:
―Su hermosura, señora mía, puede hacer de mí lo que le plazca, pues sus secuestradores han sido derrotados por vuestro libertador, de la Mancha, caballero andante y cautivo de la sin par y hermosa Dulcinea del Toboso. Solo le pido que vaya al Toboso y le diga a mi señora el favor que acabo de hacerle.
Escuchaba esto uno de los que cuidaban el carruaje y se enojó mucho al escuchar que irían de regreso al Toboso y cogiendo la lanza de le dijo:
―Caballero, si no dejas pasar a este coche, te mataré aquí mismo.
―Ahora lo veremos ―dijo y arrojando la lanza al suelo, sacó su espada, sujetó su escudo y atacó al vizcaíno con intención de matarlo.
El vizcaíno pudo reaccionar a tiempo, sacó su espada y cogió una almohada del coche que utilizó como escudo. La batalla se desató con tanta fiereza que la señora pidió al cochero que se alejen para ver desde lejos la contienda. En eso el vizcaíno dio un fuerte golpe de espada a la altura del hombro que hubiera matado a si este no se hubiera protegido con su escudo.
―¡Señora Dulcinea, flor de la hermosura, socorre a este caballero que por satisfacerla está corriendo peligro!
La lucha continuó y el vizcaíno, montado en su mula, se defendía duramente con su almohada y atacaba cuanto podía. Mientras la señora del coche y sus criadas rezaban, se persignaban y se encomendaban a todos los santos.

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